Las vidas pasadas me han enseñado que no hay nada de extraordinario en que la vida sea un absoluto colmado de ciclos en su interior. La encarnación es un acto de todos los días: basta con pensarse en otro espacio, otro tiempo, otro cuerpo, para haber tenido ya una experiencia astral. De bajo nivel e inútil, sí, pero astral hasta la médula.
Esta vida moderna me devasta.
Esta vida que ha hecho del contraste el más flagrante y radical de los placeres. Por ejemplo
-en medio del caos es cuando vale la pena meditar o escuchar una música lenta y armónica
-yo amo despertar con guitarrazos estrafalarios o bien con el jazz más free y rudo que encuentre
-un beso en la frente o la más suave de las caricias justo en la cúspide del encuentro amoroso puede ser una experiencia harto sensual
-el carrilero que hace las funciones de extremo puede irse por toda la banda quitándose rivales y controlando el balón, pero el gol será memorable solo si bombea suavemente el esférico ante la salida del arquero
En mi vida moderna importa la vertiginosa apariencia al punto de elevar al grado de éxtasis a la discreta individualidad, ese dulce paraje del pensamiento a solas, del silencio abstractor (ah, benditas palabras que no existen y que sin embargo exigen su derecho a la presencia de vez en cuando).
En mi vida moderna importan los nombres, las categorías, las descripciones.
Añoro cuando bastaba con admitir a la locura, ese estado creativo que no depende de las justificaciones, como un medio legítimo de expresión.
Léase la infancia.
Últimamente mis mejores charlas las tengo con mi hija que, dicen, aún no sabe hablar bien.
Mierda, ¿y por qué yo le entiendo a la perfección?
Sus juegos son deliciosos, cuando transforma en nueces sus colores y se los come imaginariamente o cuando inventa palabras como cisocé, kamipopia o kalá para nombrar objetos aún sabiendo a la perfección sus nombres, o aquellas veces en que escala montañas tapizadas o vuela por los altos y prolongados cielos que abundan entre la cama y el techo.

Esta vida moderna impone normas y le otorga juicios terribles a quien no las cumple a cabalidad, ya lo sabemos.
Y lo detestamos.
Esta vida con sus énfasis en curar en base a desplazar el dolor hacia otro lado sin querer profundizar en su significado, en lo que simboliza, en lo que el cuerpo comunica tan sabia y milenariamente.
Esta vida con sus lastres brutales en las finanzas, la política, la religión, la cultura de los países (acaso siempre el mismo aciago país global), las cuales imponen estilos de vida tarde o temprano insatisfactorios.
Esta vida con ese inquietante poder de enseñanza en torno a vivirlo todo salvo el presente, razón por la cual es fácil que aparezca luego el deseo, el consumo, la egolatría, el miedo.
Esta vida, falible y absurda.
Moderna como cualquier otra época pasada.
(una queja más al respecto, como siempre con nosotros, los inconformes)
Y yo que venía aquí a hablar de otra cosa, mierda.